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ISSN 1989-4163

NUMERO 88 - DICIEMBRE 2017

Insolencia

Rosa María Ortega

   Querido Mr. Scrooge,

   verás, estoy de Black Friday que ni la singular maestría de Reverte, ni la sintetizada estupidez humana a la que alude Javier Marías, superan mi grado de desgana en ciernes. En ciernes, digo, porque hasta enero no hay forma de derrocar el absurdo del jolgorio, la pasta que no tienes (barra)/te gastas, y el despliegue de espiritualidad cristiana en las misérrimas calles de ayer. Que parece que el bueno de Dennis Quaid, otrora adorable y seductor, se te haya incrustado cerebralmente en aquel puto chip prodigioso del 87, y esté tratando de encajarte por cojones, te guste o no, la liturgia del nacimiento de Jesús en Belén (con mes y medio de antelación y calco yanqui hasta las trancas). Poco que ver en matiz con la vieja cinta, pieza esencial ochentera de Joe Dante, con genuino ADN de buenos tiempos, pero el agravio comparativo no vendría a ser, digamos (ejem), del todo ilícito.

   Verás, he vuelto a los clásicos. Alguien me habló de Edipo Rey, y recordé aquellas cordiales clases de griego en el instituto, allá por 1990. En efecto, he llegado, por gracia y obra de a saber qué, a los 44, cultivando la mente. Vuelvo a Homero, a Sófocles, Cicerón... a la mítica Tebas, a la dualidad de mundos platónicos de perfección e imperfección, a la mayéutica socrática plasmada en el Diálogo, y a cientos de antigüedades más que dan clara voz y buen sabor a mis días. Schopenhauer diría literatura permanente. Pero vivo en el año 2017, a puertas del 18, donde todo es radicalmente distinto de ayer. El contraste, como parte fundamental de la existencia. Y tú dirás: ¿te duele eso? Hombre, no. Me dolía la garganta la semana pasada, que es dolor físico. Y me dolió una muela, de niña, un par de veces, que no me dejaba dormir (ese sí es un dolor de los buenos). Lo del Black Friday no es una estacada en el pecho. Es una chuminada como otra cualquiera que repatea el alma. Doler, doler... hombre, me resulta indiferente. Pero en lo social, jode. Llevo mes y medio con el correo virtual (que ya me gustaría recibir misivas en un buzoncito palpable, pero tengo que lidiar todos los días con el e-mail de los huevos) encharcado en fastuosos descuentos por ciento en pastillas para almorranas, iPhones de tecnología ultraavanzada y chupiflautas de caramelo con picantón a la parrilla. Doler, doler... duele lo mismo, dolor arriba, dolor abajo, que una lluvia torrencial de malas miradas si digo que no me gusta ver cómo 2 desconocidos pasean a sendas mascotas y se detienen 4 minutos a que sus canes intercambien carantoñas, mientras ellos, humanos cual los de antaño, ni se han visto, ni se ven, ni van a cruzar media sílaba en sus putas vidas porque, sencillamente, no les interesa más que la estampa de un hocico animal restregándose con otro hocico animal. Y ojo si, por accidente o despiste, caminando en la misma dirección, puedo llegar a pisar involuntaria una patita al perro, que instantáneamente me convierto en el ser humano más indeseable de la faz de la tierra. Ojo con no exaltar la memez en sus más elevadas cotas. Con dar diana en la idiotez extrema. Con abrir la boca a contracorriente o no posicionarme en la contienda que ni me aporta claridad ni contexto alguno que valga un minuto de mi preciado tiempo. Ojo con ser bicho raro, que no quepo. Doler, doler... hombre...

   Verás, he vuelto a quedarme con las ganas de volver. A otra época. A otras glorias. A otra vida distinta de gozos más sanos y menos sanguinolentos. Ni siquiera la naranja sanguina es ya la fruta que era. La pulpa roja se activa por el frío y no lo hace como antes. Apenas se cultiva. He vuelto a pensar en esa glándula que es la conciencia y te atormenta, vulnerable, si te duele vivir (Galeano), pese a la puesta en escena de Ebenezer Scrooge (momentáneo irritable aguafiestas de aparición recurrente). Vuelvo a Howard Hawks. A la insuperable fiera de mi niña. A Katharine Hepburn. A todo te lo puedo dar, menos el amor, baby. Vuelvo a Rice Burrows, Emilio Salgari, Sinatra, La vie en rose, Ray Charles, Clapton, Wim Wenders, Chaplin, Sófocles y Atenas, Séneca y Roma, El rey Lear, Fred Astaire y Ginger Rodgers, Paul Newman y Joanne Woodward, a francamente, querida, me importa un bledo... por entonar viejas canciones y leer viejos libros, y por el cine que no volverá frente a la displicente oferta imperante.

   Verás, me rebosa de frivolidad el vaso del entorno. De lo insustancial y voluble. De las gentes de mi tiempo. De la sociedad que impone cómo y qué. Del soberano chismorreo y la pasmosa ingratitud del principal y el subalterno. Se me desparrama la soberbia y la yuxtaposición de intereses. Se me desmorona el mundo caminando en eses (se me ha colao un pareado involuntario, pero mal del todo no queda). Total, la cosa es que suelo gustar de la peculiaridad y lo infrecuente. Del talento insospechado y singular. De lo mal llamado raro y, en consecuencia, me mimetizo con ello, a mucha honra, oiga usted. Tíldame de Ebenezer, querido Mr. Scrooge.

   Pero... verás... hay algo que hace que obvie el desagrado, el resquemor y la impetulancia de la desgastada y grotesca vida que me toca. Hay algo por encima de las circunstancias que convierte mi avinagrado carácter y mi ofuscada actitud individualista en mera eventualidad de gruñona irascible, pero breve. Hay algo que hace que olvide todo lo que no me gusta. Y es Marcos. En fin, no es algo, es alguien. Un ser humano.

 

 


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